El mando se concentra en la Casa Blanca, bajo un esquema de gestión directa impuesto por Trump, y se articula a través de una coordinación estrecha entre su hijEl mando se concentra en la Casa Blanca, bajo un esquema de gestión directa impuesto por Trump, y se articula a través de una coordinación estrecha entre su hij

Un año para recordar

En todo el mundo, sin excepción de continente, raza, sexo o religión, el año que terminará en nueve días será muy difícil de olvidar. Aquello que durante años fue una amenaza fantasma, un temor difuso, casi telúrico, compartido pero lejano, ha comenzado a configurarse como una realidad. Ojalá todavía evitable. Nuevamente, la situación global actual impone, permite y propicia estallidos bélicos. País por país, región por región, resulta imprescindible subrayar el carácter decisivo que este año ha tenido, en particular para Estados Unidos.

El segundo mandato de Donald Trump no sólo ha confirmado muchos de los temores iniciales, sino que ha resultado ser aún más definitivo. Estados Unidos no tiene un presidente; tiene un emperador. Tras más de cuarenta años de vida profesional y experiencia política en Washington, esta es la primera vez que, si usted tiene intereses –y que levante la mano quien habite este planeta y no los tenga en Estados Unidos–, puede circular por Washington con un único objetivo: ser escuchado, aceptado y no rechazado por la Casa Blanca.

En su primera campaña, Donald Trump prometió “drenar el pantano”, expresión con la que se hace referencia al establishment político del Distrito de Columbia. A casi una década de aquella tarea, el resultado es visible. Hoy, quienes influyen de manera decisiva en la política de la Casa Blanca no responden a los códigos tradicionales de Washington. Son jóvenes, operativos y ajenos a la cultura política que durante décadas marcó el acceso al poder.

El ejemplo más claro es Karoline Leavitt, actual secretaria de Prensa de la Casa Blanca, con apenas 28 años. Junto a ella, Kush Desai, subsecretario de Prensa, que no supera los 35, forma parte de una generación que ha llegado al corazón del poder sin haber pasado por los filtros habituales del sistema político estadounidense.

El mensaje es inequívoco: hoy es posible ejercer el poder en Washington sin depender de la complicidad de Capitol Hill, del Senado o del Congreso, y sin la intermediación interesada de los lobbies de la calle M. El mando se concentra en la Casa Blanca, bajo un esquema de gestión directa impuesto por Trump, y se articula a través de una coordinación estrecha entre su hijo, Donald Trump Jr., y Susie Wiles, jefa de gabinete.

A su alrededor opera un equipo que no ha sido cooptado ni moldeado por la maquinaria tradicional del negocio político. No proviene de ella ni le debe nada. Y en esa ruptura con las inercias de Washington reside, en buena medida, la clave del nuevo equilibrio de poder que hoy define a la Casa Blanca.

Independientemente de lo que pase con Trump –y es perfectamente posible que, precisamente por su ausencia de complejos en el ejercicio del poder, sufra un revés electoral en las elecciones intermedias de noviembre–, hay algo que ya nadie podrá revertir. La defensa se ha consolidado como el principal campo de inversión, junto con la tecnología, para continentes, países y bloques.

La política de amigos y enemigos que ha elegido –o, más bien, de aliados convertidos en indiferentes, como los antiguos socios europeos– se refleja claramente en el desinterés por el mantenimiento de la OTAN, en el desprecio por la capacidad de regeneración política de los liderazgos y sistemas europeos, y en un respeto explícito hacia Putin. Todo ello acompañado de la idea de que la paz puede alcanzarse mediante la entrega de territorios, como si se tratara de un condominio con exenciones fiscales y permisos especiales. Eso nunca funcionó en Europa. Ojalá esta vez sí funcione en el complicado escenario geopolítico con el que cerramos este año.

En cualquier caso…hoy, igual que ayer, todo gira en torno a la economía. Y hasta ahora, las decisiones tomadas en el ámbito económico no están dando los resultados esperados. Por ello, 2026 se presenta como un año extremadamente complejo, marcado por la reaparición de una verdad incómoda pero persistente y recordando aquella frase célebre de Bill Clinton que lo llevó a ganarle la contienda electoral de 1992 a George Bush padre: “es la economía, estúpido”. Y lo es no sólo en Estados Unidos.

La confusión se extiende también al T-MEC. La duda permanente sobre si se quiere o no un acuerdo estable afecta, en primer lugar, a la solidez de un bloque que representa cerca del 30% del producto interno bruto mundial y, en segundo lugar, a la estabilidad macroeconómica tanto de México como de Canadá.

Hoy, los paradigmas ya no son ideológicos. No es que los populismos estén cayendo únicamente por su ineficiencia. La crisis de la democracia es más profunda y tiene una causa central: la estafa que supone pedir el voto prometiendo mejorar las condiciones de vida para, posteriormente, devolver corrupción, traición o, quizá peor aún, una ineficiencia estructural en la que el aparato del Estado se devora a sí mismo.

Un Estado que no produce beneficios para sus verdaderos propietarios, los ciudadanos, voten o no. La economía ha sido y seguirá siendo el capítulo decisivo. Pero ahora, además, es una economía de guerra. Pase lo que pase, las políticas mantenidas –por razones distintas– en México y en Estados Unidos conducen a un fortalecimiento de la industria militar y del componente de defensa.

No es casual que la flota estadounidense desplegada en el Caribe tenga un costo estimado de 200 millones de dólares diarios. ¿Para qué exactamente? ¿Para expulsar a Maduro, acabar con las drogas, reinstaurar la doctrina Monroe a través de los marines? La pregunta de fondo es cuál es realmente la estructura que se está ofreciendo a partir de aquí.

Este no es simplemente un año vivido peligrosamente. Es el año en el que se están sentando las bases de un mundo que resulta difícil de vislumbrar, salvo por dos certezas. La primera es que todo aquello que parecía claro al inicio del año –quiénes eran los aliados, quiénes los enemigos, quién estaba a favor y quién en contra– ya no lo es. La segunda es que esta ambigüedad obliga, tanto en el plano internacional como en el nacional, a formular políticas radicalmente distintas.

En el caso específico de Estados Unidos, México y Canadá, la economía no sólo es el eje central, sino el factor decisivo. En 2026 se renegociará el T-MEC y, con ello, se delineará buena parte del marco en el que se desarrollarán las relaciones comerciales entre los tres países durante los próximos años. No se trata de un trámite técnico ni de una discusión menor, sino de un punto de inflexión que definirá competitividad, inversión y crecimiento regional.

En esta nueva etapa del trumpismo, más allá del ruido y de las polémicas accesorias –incluidas sus publicaciones en redes sociales–, todo estará subordinado a la eficacia económica. La interferencia política, como ya ocurrió en México durante el sexenio anterior, corre el riesgo de volverse insostenible. El debate ya no gira en torno a ideologías enfrentadas, sino a algo más peligroso: la posibilidad de que la ceguera de un dirigente termine imponiendo su ceguera al conjunto del sistema. Cuando eso ocurre, el costo no es político. Es estructural.

En medio de estos tiempos tan convulsos, esta columna seguirá a partir del lunes 5 de enero. Muchas gracias por leernos y seguirnos.

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