Los últimos días de diciembre suelen venir cargados de acontecimientos. Como si el mundo sintiera la necesidad de subrayar, a veces con estridencia, que algo se cierra. Este año no ha sido la excepción. El gobierno de Donald Trump publicó su Estrategia de Seguridad Nacional, con implicaciones profundas para el orden global y, en particular, para el hemisferio occidental. Casi en paralelo, se intensificaron las tensiones en Venezuela, María Corina Machado apareció en Oslo y Washington declaró al fentanilo como un arma de destrucción masiva.
Mucho se ha dicho (con mayor o menor rigor) sobre la nueva estrategia estadounidense. Para Trump, el mundo vuelve a organizarse en esferas de influencia. La vieja Doctrina Monroe del siglo XIX, con la que Estados Unidos advirtió a Europa que no interviniera en el continente, parece mutar en algo distinto: una suerte de Doctrina Donroe. No sólo “America First”, sino “the Americas first” (sí, con “s”).
Las costas venezolanas ofrecen el ejemplo más visible. Washington ha exhibido músculo. Despliegues militares, incautaciones de buques petroleros y una presión abierta para expulsar la presencia china y rusa del Caribe. El enfoque divide incluso al propio movimiento MAGA, atrapado entre el instinto aislacionista y el impulso intervencionista.
Venezuela importa porque ahí convergen China, Cuba, Irán y Rusia, además de una de las mayores reservas petroleras del mundo. De ahí la avalancha de especulaciones sobre si Trump busca forzar la caída de Nicolás Maduro o capturar la riqueza energética del país. Desde mi perspectiva, las opciones no son excluyentes, pero tampoco una conduce automáticamente a la otra.
Me explico. Venezuela tiene un enorme potencial bajo tierra, pero la industria que debería extraerlo parece detenida en el tiempo. En palabras de un venezolano que conoce bien el sector, el país se quedó en los años noventa. Infraestructura deteriorada, refinerías colapsadas y una dependencia crítica de insumos externos para mover su crudo más pesado. Incluso con un cambio político, la producción no “renacerá” por arte de magia. Requiere inversión, reglas claras y, sobre todo, tiempo. Mucho tiempo.
La única petrolera estadounidense que sigue operando es Chevron, responsable de cerca de una cuarta parte de la producción total, que ronda el millón de barriles diarios. El crudo venezolano fluye principalmente hacia China, con grandes descuentos y enormes dificultades para repatriar ingresos. Esto limita la capacidad del Estado para estabilizar la economía y sostener la producción.
No sorprende, entonces, que una mayor presión estadounidense tenga el potencial de estrangular aún más a una economía de la que sabemos poco. Bloomberg reportó recientemente que la inflación superó el 500% anual. La estimación se basa en el precio de una taza de café en una panadería de Caracas. En un país que dejó de publicar cifras oficiales hace más de una década, el café se ha convertido en termómetro económico.
Lo que importa para el mundo no es sólo cuántas reservas tiene Venezuela, sino cuántos barriles podría realmente aportar si algo cambia. Con todo, incluso la expectativa de una transición basta para mover mercados y expectativas.
Sobre el cambio de régimen, los escenarios van desde una transición ordenada con elecciones —poco probable dada la fragilidad institucional y el peso militar— hasta una escalada caótica, con fracturas internas y una caída temporal de la producción. Observadores coinciden más bien en un punto intermedio: un arreglo transaccional en el que Trump presiona para reducir la huella rusa y china y permitir cierta apertura petrolera. Oxígeno político, algunos titulares, pero quizás poca inversión nueva.
En cualquier caso, mirar a Venezuela es asomarse al laboratorio donde se pone a prueba un nuevo orden hemisférico, más duro, más transaccional y abiertamente intervencionista.


A lo largo de los años, diversos roguelites han marcado un antes y un después en la industria. Nombres como Hades, Enter the Gungeon y Dead Cel
